26.5.08

Odisea

Saliendo de la arboleda apareció allí una enorme represa, abierta y calma. Al otro lado escondida tras pequeñas sierras, la ciudad. Las puntas de los edificios salían y captaban algún que otro rayo escapado de un nubarrón oscuro que cubría, llegando prolijamente a sus bordes, la urbe de por si sucia de una capa espesa de aire, viciado por las combustiones.
Subimos al velero, dejando detrás un paisaje de domingo en el parque. Familiar y alegre, distendido, amable. Los muchachos empujaron la barcaza para desencallar y zarpamos.
Gotitas, chiquitas, empezaron a caer. La tranquilidad sin embargo y el buen humor de unas largas vacaciones no tenían ni la intención de fugarse.
Miraba el paisaje infernal que poco a poco desaparecía entre la nube cada vez más cercana. El agua, hasta entonces casi inmóvil, mecía el velero aportando a la diversión y aventura de la situación.
Las velas se inflaron y seguí las órdenes del circunstancial pero amabilísimo capitán. Sacá, corré, bajá, creo que jamás cumplí órdenes con tal alegría. Me movía y equilibraba flotando en el barquito. Reconocí fácilmente los titubeos del agua que formaba ya olas pequeñas pero inquietantes. La charla era amena, entre la realidad política latinoamericana y el vertiginoso aumento del tránsito en las grandes ciudades.
Las gotas crecían y las piedras no tardaron en llegar. Empapado me deslizaba de lado a lado evitando un velazo en la cabeza o resbalar por algún charco de la cubierta.
A medio kilómetro un islote, con algunos árboles y pájaros refugiados, que desapareció rápidamente en la nube de la que ya éramos parte.
El viento creció y las olas fuera de escala hacían del velero un tentempié. El agua tapó de a poco mis sentidos. El capitán tomaba el timón con fuerza y relataba los pasos a seguir con voz de mando. Fui a la proa sosteniendo cuerdas y bajando la segunda vela con movimientos indecisos y temblorosos, temiendo caer. Con el objetivo cumplido el barco retomó el equilibrio y emprendimos rumbo al muelle que divisamos entre la humareda del vapor.
El granizo cesó, la tormenta quedó atrás. Salté a la plataforma y atraje el bote con energía. El capitán lo ató y caminamos en busca de refugio. Un techo de lona nos cubrió de la ahora llovizna que caía a la entrada de la ciudad.
Recuperé de a poco el equilibrio en tierra firme, aliviando mi cuerpo, despojado de esfuerzo alguno. Salimos de la marina, brindamos con cerveija fresca y subimos al ómnibus que nos llevaría de vuelta a la selva.

7.5.08

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