28.9.06

All the lonely people II

Father McKenzie, writing the words of a sermon that no one will hear, no one comes near.
Look at him working, darning his socks in the night when there's nobody there, what does he care?

18.9.06

Juira bicho

6.9.06

Por el camino

Parecía fácil, hacía calor y como siempre salí cuando el sol estaba ahí arriba, pegando fiero. Con algo de resaca y las marcas del piso en la cara encaré hacia el pueblito. Los pibes dijeron que me acompañaban, iban abriendo camino por donde ya no había. El más grande llevaba un machete y lo manejaba como cualquier niñito mueve un lápiz o, en esta era, un mouse. Me guiaron hasta el agua, "ahora tiene que cruzar el río dos o tres veces y caminar". Caminaba mirando la inmensidad de las sierras, las montañas de fondo, colores todos se presentaban sin nombre.

Cruzar el río la primera vez fue fácil, las piedras bajaban y golpeaban mis pies sin tregua, pero aún era bajo. Cuando llegué al segundo cruce la cosa se ponía difícil. Un grupo de gente estaba ya del otro lado, gritando algo que no entendía. Me saqué las ojotas nuevamente y ahí comprendí lo que decían "dejate las ojoooootas". Los miraba y no podía no hacer lo que me decían. Así que así fue. Crucé con las ojotas puestas. Una de ellas se perdió en el primer paso, tal vez alguien la vio pasar río abajo, tal vez está aún allí, bajo algún pesado canto. El grupo parecía apurado, así que no esperó a que cruzara. De modo que ni ganas tenía de ver gente, ya demasiado me habían irritado.

Saqué mi sánguche, comí desaforadamente, un cigarrito y al camino nuevamente, si es que había uno.

La quinta vez que crucé el río deseaba que mis pies se hagan de plomo, que las malditas piedras no me tocaran. Pensaba en el mago Jesús y en cómo mierda podría haber caminado sobre el agua. Pasé y ya los golpes eran masajes, mis pies planos pisaban como si fueran parte de la tierra, creo que el agua ya helada era bastante anestésica.

Había encontrado una senda, subía y subía. Pues he de seguir la senda, ya estoy acá, voy a subir. Desde arriba vi el pueblito pero estaba del otro lado, había que bajar y volver a subir.

Caminé casi dejándome caer, y al llegar encontré a ese tipo que cantaba en el bar, era lugareño, pero como tocaba esa noche salía para el pueblo. Claro, en dos horitas él haría lo que a mí me costó cinco. Me dio tranquilidad, como alivio. “Te va a encantar el pueblito”, me dijo el cantor. Una vez vino a Buenos Aires, me hubiera gustado preguntarle si le gustó la ciudad.

Subí, ya eran como escaleras. Bien arriba, colgado de la montaña, el pueblito era un camino con casitas a ambos lados.

Esa noche fui a la casa del cantor, estaba el hermano. Tocaba la quena. Éramos tres. Otro sacó una guitarra. Hubo música, mates, vino y otras yerbas para calmar el alma. La luna enorme sobre los techos del pueblito, las estrellas eran millones, como si cada una supiera su lugar formaban una hermosa coreografía lumínica.

Dormí. Dormí mucho y bien. Extraño esa dormilona cuando en las noches urbanas los colectivos me sacuden la cama y los pensamientos vuelan de aquí para allá dejando sus podridas huellas.

A la mañana desayuné y salí para el pueblo. Esta vez el ánimo era diferente. Decían que había otro camino, subí y bajé para no cruzar el río. No lo encontré. Mis riesgosas trepadas fueron en vano, dos veces subí sierritas para bajar del mismo lado del río. No vi a nadie en todo el camino, si es que había uno. Llegué y me tomé un bondi al siguiente pueblo.

Aún hoy me sigo preguntando si habrá algún camino.